EL GUERRERO DEL ANTIFAZ

El Guerrero del Antifaz entre Moros y Cristianos

EL MUNDO

Domingo, 2 de octubre de 1994

JAVIER LORENZO

OCURRIO... HACE 50 AñOS

El Guerrero del Antifaz

Manuel Gago publica las primeras tiras de El Guerrero del Antifaz. Fue un retrato de la sociedad imperante en el franquismo. El cómic llegó a sobrepasar la cifra de 200.000 ejemplares vendidos. Muchos veían en el personaje la encarnación de los valores fascistas

A trás! Atrás, chusma sarracena, o probaréis el filo de mi espada». Vaya con el Guerrero del Antifaz. Menudo era. Al primero que le tosía, ¡zas!, mandoble al canto y si era moro, mejor que mejor, por infiel, bellaco y felón. Pues no era nadie haciendo escabechinas entre los muchachos del turbante; todo un tío, sí señor. Aunque llevara esa minifalda que descubría los soberbios muslos y pantorrillas. El Guerrero del Antifaz, uf, se dice pronto.

Esa era la primera y más evidente lectura sobre el personaje que el dibujante Manuel Gago, a la sazón con 19 años de edad, sacó a la luz un día de octubre de 1944, octavo año triunfal. Desde esa fecha hasta su desaparición casi definitiva en 1966, el Guerrero del Antifaz colmó las ilusiones de millones de niños y jóvenes desnutridos y, de paso, ayudó a forjar sus todavía moldeables personalidades enseñándoles conceptos como el del honor, la lealtad y la justicia, pero también los de la venganza y la inclemencia.

Tampoco es que importara mucho. Aún más. Era comprensible. Imagínense qué trauma descubrir en la adolescencia -después de haber masacrado a unos cuantos seguidores de Cristo- que quien se creía que era el padre, en este caso el pérfido Alí Kan, no sólo no lo era sino que además había raptado a la madre -cristiana y aristócrata, faltaría más- cuando estaba embarazada de dos meses. Y ahí no acaba la cosa, porque el árabe, que también ignoraba el detalle de su procreación, escucha la confesión de la madre y lleno de ira la asesina en presencia del héroe que, a partir de entonces, ya no cejará hasta eliminar a su más acérrimo enemigo.

El culebrón se complica aún más cuando el Guerrero retorna a su raíces y comprueba consternado que no le cree ni su propio padre -el de verdad-, mientras la corte de los Reyes Católicos le repudia y ordena su apresamiento. Como para no llevar antifaz. Después de tantas peripecias nada más empezar la serie no es extraño que, al contrario de lo que sucede con otros muchos personajes de su mismo corte, sea imposible encontrar una viñeta en la que el Guerrero muestre una sonrisa. El humor no entraba en sus planes.

A España le pasaba entonces tres cuartas de lo mismo. No había muchos motivos para la alegría en un país acuciado por el hambre, aislado y continuamente atemorizado por las purgas del franquismo triunfador. El mismo Manuel Gago, hijo de un comandante del ejército republicano, las pasaba canutas. Nacido en Valladolid, vivió una época en el Madrid sitiado hasta que su familia se trasladó a Albacete para estar cerca del militar encarcelado. Enfermo de tuberculosis, el joven comenzó a dibujar sin descanso al tiempo que se recuperaba. Su primera serie, Motopi King, apareció en 1942, pero sólo duró dos números: fue el primer eslabón de una larga cadena de encarnizados enfrentamientos con la censura.

El contacto con Editorial Valenciana le llevó, dos años después de que aparecieran las primeras tiras de El Guerrero del Antifaz, a residir en la capital del Turia durante el resto de su vida. Según los especialistas, el dibujo de Gago era «rápido y directo» y sus encuadres sorprendentes. Al mismo tiempo, en opinión del experto Francisco Tadeo, El Guerrero del Antifaz supuso la primera experiencia en España del modo americano de narrar, mucho más fresco y coordinado con la imagen. «El marcó las pautas para las demás revistas de la época». En ocasiones, el dibujo se mostraba demasiado sobrio, como hecho a toda prisa. Y es que era así. Su habilidad fue explotada sin clemencia por sus editores que le abrumaban con trabajos que a veces ni le pertenecían y ni siquiera podía firmar como suyos. Sin contar estos trabajos, su obra suma en total, más de setecientos números, lo que supone unas 27.000 páginas. Y por cuatro perras.

Con todo, las penurias del autor quedaron ocultas por el éxito de una serie que en algunos momentos sobrepasó los 200.000 ejemplares vendidos por número, lo que provocó su reedición en los años setenta y el regreso a los lápices de Gago, quien realizó, antes de su muerte a finales de 1980, otros ciento diez nuevos números del héroe bajo el título de Las Nuevas Aventuras del Guerrero del Antifaz.

Otros títulos que surgieron de la ubérrima imaginación de Gago, hombre generoso y entregado a quien se considera el padre de la «Escuela Valenciana» (desde Ambrós a Mariscal -aunque muchos del ambiente no tragan a este último-, pasando por Coma u Ortiz), fueron Purk, el hombre de piedra (otra metáfora del franquismo), Jim Alegrías (el Oeste le fascinaba) o El espadachín enmascarado (la competencia de El Coyote).

A lo largo de todas sus etapas el Guerrero fue un vehículo de expresión del propio artista y sobre todo un retrato de la sociedad imperante entonces. Las astucias y sortilegios que Gago utilizaba para burlar a la censura eran dignas de todo mérito. En otras ocasiones, el censor debía ser miope para no darse cuenta de lo que tenía ante sus ojos.

Del mismo modo que se aventuró que Juan Centella era una copia de Mussolini, que Roberto Alcázar y Pedrín eran homosexuales empedernidos y que Flash Gordon era poco más que un asqueroso imperialista, también se ha dicho que el Guerrero del Antifaz era un prototipo fascista, pero nada hay más lejos de la realidad. Ya en 1945, las escenas de harén servían para atisbar más anatomía femenina de la que se permitía. La amante despechada del héroe, Zoraida, aparecía insinuante y voluptuosa en innumerables viñetas, mientras que la querida exótica, Li-Chin, ofrecía sus favores a los malvados con el fin de librar al Guerrero de alguna refinada tortura. Y eso que el Guerrero estaba casado, pero como él mismo afirmó: «Li-Chin forma parte de mi vida... Pero ansío unirme a mi esposa, Don Luis». El adulterio no impedía el lucimiento de la cruz sacrosanta sobre la cota de malla. Los pechos prominentes y los vestidos ceñidos, cuasi transparentes, tiraban del personaje con la fuerza de un dogma de fe.

De igual modo, el Guerrero sobrepasa los límites -y se acerca sin saberlo a nuestra actualidad- cuando se niega a tener el hijo que espera su mujer, ya que era producto de una violación. Ella, destrozada por su decisión, termina teniendo un aborto traumático que aún hoy seguiría provocando la indignación del Vaticano. En cuanto a sus enemigos, el autor tampoco escatima detalles escabrosos. Así, el capitán Garfio -no el de Peter Pan, claro, sino otro que llevaba chilaba- no duda en desdeñar contactos carnales con mujeres, porque «teniendo a mi servicio a Boguro, mi segundo, no te necesito a ti». El tal Boguro, calvo como una peonza y fornido como un percherón, no es que fuera un dechado de belleza, pero en fin.

Otro de los méritos de la serie es que fue la primera en desplazarse a lugares exóticos. Lógico. La Reconquista, en tiempos de Isabel y Fernando, ya estaba a punto de finalizar así que hubo que buscar otros escenarios y protagonistas que le dieran más color a la historia. Así surgieron aventuras en las que el héroe se debatía contra los cocodrilos en algún río del Africa negra o esas otras en las que los árabes eran sustituidos por chinos, vikingos o malayos.

El Guerrero del Antifaz siempre fue un tipo solitario. No tenía a un Crispín, un Goliath o un Pedrín que le ayudara en cada aventura y le riera las gracias. Sí, contaba con la ayuda eventual de su paje, Fernando, y también con la del conde de los Picos, además de los auxilios que le prestaban actores ocasionales, pero por regla general actuaba como Juan Palomo: yo me lo guiso, yo me lo como.

No era la gloria, sin embargo, el motor que movía al Guerrero. Su único fanatismo, su única razón de existir incluso, residía en sus ansias de venganza. Por lo demás era bastante tolerante. No era tan cerrado como para no valorar la valentía y la rectitud de espíritu, aunque provinieran de los mismos musulmanes. Es más, éstos parecen muchas veces retratados con mayor indulgencia que los propios cristianos. Hasta tal punto es así que Alí Kan, el más malo de los malos, termina salvando la vida, convirtiéndose, eso sí, al cristianismo y enrolándose en una implacable existencia de eremita para contrarrestar sus múltiples pecados.

El propio Guerrero del Antifaz fue rehabilitado antes de que finalizara su primer periplo. Se casó con su novia de toda la vida, la condesa de Torres y le fueron concedidos todos los honores que merecía por su noble cuna.

Aun así, cuando el autor retomó las célebres aventuras sacó a relucir con menos disimulo su ideología republicana. En ella se permitió licencias como la de tildar a los Reyes Católicos de tiranos y pretendió -aunque no se lo permitió la editorial (censura quizás más feroz que la de los antiguos censores)- poner en su sangriento lugar a la Inquisición.

Esta inclinación que tantos disgustos hubo de costarle puede verse incluso en los primeros números, donde abunda la figura del «caudillo» al que hay que eliminar y grupos de soldados -«los Jinetes Negros»- que, por su indumentaria y actitud chulesca para con el pueblo llano, parecían sacados de Falange.

Pero, en el fondo, ¿qué importa todo esto? Los análisis y comentarios sobre el Guerrero del Antifaz se pueden amontonar hasta llegar al techo, pero lo auténtico, lo que todos desearíamos rememorar y hasta conservar, es el brillo que se producía en las miradas cuando el inagotable e invencible héroe se lanzaba, espada en ristre, contra esa horda infiel siempre erizada de cimitarras. «¡Al ataque!».

Artículo enviado por Antonio Domingo de Arcos de la Frontera, Cádiz.



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