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Vamos a presentar aquí, párrafos del libro "Los Comics" de Terenci Moix, publicado en la colección Jarama de la editorial Llibres de Sinera, Barcelona, 1968, donde se analizan muchísimos comics nacionales e internacionales y cabe señalar como curiosidad que en el siguiente orden: Superman, Batman, Flash Gordon, Tarzan y El Guerrero del Antifaz son los personajes más veces mencionados a lo largo de todo el libro. Particularmente interesante resultan las partes dedicadas a analizar la violencia y la sexualidad en esta obra de Manuel Gago. Hay que señalar alguna imprecisión en los datos referidos a personajes de "El Guerrero del Antifaz" y al error de una de las argumentaciones basada en que la novia (y luego esposa) del Guerrero, es decir, Ana María, Terenci Moix la describe como rubia, siendo que, como saben todos los coleccionistas de estas aventuras, se trata de un personaje de cabello totalmente negro.
Política, sexo y violencia en "El Guerrero del Antifaz", según Terenci MoixUn tebeo como El Guerrero del Antifaz (1944) ilustra perfectamente sobre la necesidad comercial de unas concomitancias entre el producto y el consumidor dirigido. Se recordará, por ejemplo, que en la enseñanza de posguerra la Reconquista castellana ha sido uno de los mitos cultivados y explotados más a fondo, en sus diversas facetas de Unidad Nacional e instauración de una forma de civilización cuyo código de valores queda erigido en engendrador de los que aporta la posguerra. La idea de la Reconquista, en el niño de los años cuarenta y cincuenta, tenía que producirse sobre un esquema detractor de las formas de civilización y cultura que la Reconquista venía a substituir, ya que en caso contrario el elemento reconquistante pasaría por bárbaro. La barbarización se hacía, pues, a la inversa, de manera que las razas semíticas contra las que luchaban los héroes de la España medieval quedaban reducidos no sólo a invasores (éstos eran, en el libro de segundo curso, los franceses a secas), sino a elementos perturbadores de un orden establecido y, además, como portadores de un legado cultural completamente nulo al estar basado en un código de valores de signo bárbaro. En este aspecto, los fabricantes de El Guerrero del Antifaz no podían arriesgarse a presentar una imagen lúcida del árabe y su civilización (lo cual, de todas maneras, es presumible que no habría sido aceptado por la censura), sino que, por el contrario, se requería una presentación antipática de los mismos a fin de que la mentalidad del niño, formada bajo este esquema, aceptase por antítesis la perfección del héroe castellano y su derecho a una mitificación e imitación positivas.
En la España de la Reconquista, un noble llamado Don Rodrigo -o algo así- vio a su padre asesinado por el malvado Alí Khan, jefe de una tribu africana de las muchas que, a lo largo de esta colección, han ido fustigando la intrépida flor de la España medieval. Si no recuerdo mal, al cabo de trescientas semanas supimos que el infame asesino del padre del Guerrero era su verdadero padre, y que el otro lo había sido sólo nominalmente. O tal vez lo inventase Alí Khan, eso de la paternidad. O había mezcla de vodevil, tal vez. En todo caso, el equívoco sirvió, durante diez años de contactos semanales, para que el noble castellano del. padre no padre, en realidad asesinado se embarcase para África y organizase su cruzada particular, movido por una venganza bendecida del cielo. Le acompañaba Fernando, un jovenzuelo -¿es necesario decirlo?- rubio cual hilo de oro, y la relación de ambos tuvo siempre, quizás sin que el dibujante se lo propusiese, más de un resabio de homosexualismo latente.
Consideremos vagamente la visión erótica de nuestros tebeos. El Guerrero del Antifaz, desde 1944, ha mantenido el corazón completamente puro, tal como lo dejó en aquella fecha en manos de doña Ana María, tan virginal y rubia como corresponde a cualquier idealización de alienador romanticismo primario. Fernando, por su parte, ha sido fiel al recuerdo de Sarita, la sirvienta de doña Ana María y, como ella, perpetuamente abocada a las mismas aventuras: dos Justinas en potencia cuya virtud secular las ha salvado a ultranza de cien muertes del honor «más horribles que la vida misma» (una vez, la virtuosa dama estuvo a punto de clavarse un puñal antes de dejarse ultrajar por un moro o un judío o algo por el estilo). Esta idea purificada del amor ha prevalecido intacta durante el itinerario violento que son las aventuras de los dos héroes cristianos por tierras africanas. El amor ha sido mantenido como perfecta sublimación de las conveniencias sociales: el Guerrero no rozará la piel de la amada hasta que el convencionalismo social-tipo, el matrimonio, se vea realizado. Y, naturalmente, a lo largo de estos años han ido sucediéndose enemigos diabólicos que han dado mucha guerra al héroe apartándole de cualquier posibilidad matrimonial.
Desde el principio entraron en juego elementos eróticos -ergo diabólicos- que ponían sobreaviso al pequeño lector. La mora Zoraida, perfectamente inolvidable, o la Mujer Pirata, o la Princesa Asmina, o muchas judías o las favoritas de mil sultanes malvados, lo sacrificaron todo -posición social, favores de reyes e incluso la vida- con tal de conseguir los amores del héroe, cuya fijación en los rubios ideales castellanos -¿Ana María o Fernando?- le apartaron en todo momento de caer en la tentación. El desahogo físico era la lucha, siempre al lado de Fernando, quien incluso llegó a sufrir torturas atroces por su amo... de las cuales era, naturalmente, salvado por éste. El rechazo que el héroe ha hecho siempre de toda posibilidad erótica representa toda una actitud social, un aviso permanente: a la mujer-mujer (Zoraida fue una hembra bien ardiente, hasta que le tocó morir, arrepentida de haberlo sido) se opone la mujer-mito; al desahogo erótico se opone la vida en comunidad masculina y la lucha con justificaciones de reivindicación histórica. En cierta manera, las aventuras del Guerrero del Antifaz equivalían a las ideas que la clase media inculca a sus cachorros acerca de la relación erótica: al final de la misma siempre existe, bien agazapada, una mortal enfermedad venérea.
Los compañeros del Guerrero, en la corte de algún visir mal nacido, son obligados a pasar por una tabla tambaleante con cuchillos envenenados y colocados de punta: al tambalearse la tabla tuvimos hermosos primeros planos de cuerpos -jóvenes y ancianos, masculinos y femeninos- atravesados por los cuchillos. Una bailarina mora, a quien se quería obligar a bailar sobre brasas ardientes, fue defendida por un capitán, que al ser descubierto sufrió en tres viñetas tres tormentos sucesivos: el potro con cuchillos afilados, el fuego lento y la aplicación de hierros candentes, lo cual, desde luego, no nos ahorró una espléndida escena de la bailarina quemándose los pies al bailar descalza sobre las brasas. El rostro de Zoraida fue desfigurado con hierro candente y el Guerrero fue colgado -casi sin salvación posible- sobre una gigantesca olla de aceite hirviendo, en medio de una plaza pública.
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