EL GUERRERO DEL ANTIFAZ. LOS COMICS DEL FRANQUISMO

El Guerrero del Antifaz entre moros y cristianos

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Presentamos en esta página el libro de Salvador Vázquez de Parga "Los comics del franquismo", reproduciendo el apartado que dedica a la figura de "El Guerrero del Antifaz, al que dedica 7 páginas en un análisis profundo sobre el tema y que es importante conocer para cualquier aficionado a esta fabulosa colección de "tebeos" clásicos españoles. El libro fue editado por Editorial Planeta, Barcelona, 1980.


«El Guerrero del Antifaz»

La saga de El Guerrero del Antifaz es una de las más impor­tantes de todo el comic nacional a nivel popular. Nació en 1944 con todas las características propias del subdesarrollo de posguerra y se prolongó a través de 668 cuadernos de aven­turas. Su primitiva iconografía naif y sus guiones sencillos e ingenuos pronto se fueron complicando y alcanzando cierta madurez al servicio, quizá inconsciente, de unas ideas que fueron arraigando en la sociedad española.

El dibujo de Manuel Gago pasó de ser primeramente tosco e inexperto a una consolidación estilística poco cui­dada y rápida que no consiguió en ningún momento elevarlo a niveles apreciables. La influencia de Freixas se va notando más y más y la experiencia le ayuda a mejorar en­cuadres y planificaciones sin que a pesar de ello logre más que una mayor soltura y velocidad en los dibujos, confusos muchas veces por la multiplicidad de trazos, y totalmente descuidados en cuanto a fondos y detalles, pero efectistas y eficaces, con una dimensión marcadamente popular que los hacía atractivos al público consumidor poco sensibilizado ar­tísticamente. Las connotaciones ambientales y documentales son absolutamente nulas, y la similitud de indumentarias e incluso de fisonomías de unos y otros caracteres, constante. La movilidad y sencillez, así como el realce de las cualidades físicas -de los personajes, son sin duda sus más importantes logros, pero en cualquier caso la imaginaría de El Guerrero del Antifaz, a pesar de su rotundo éxito, no consiguió supe­rar el subdesarrollo en que se hallaba sumida.

Los cuadernos números 421 a 502 fueron ilustrados por Matías Alonso con un grafismo mucho más cuidado, aun tratando de colocarse en el estilo marcado por Gago, quien vol­vió a hacerse cargo de la serie a partir del número 503.

La línea argumental, bastante conocida, comienza en el reinado de los Reyes Católicos (época elegida por su creador como consecuencia de la lectura de la novela de Pérez y Pérez Los Cien Caballeros de Isabel la Católica, pero dis­corde con los acontecimientos que van a ocurrir, que pare­cen situados en un tiempo anterior), cuando se presenta ante el «Conde de Roca», a cuya esposa había raptado el malvado reyezuelo musulmán «Alí-Kan» veinte años antes, un joven que asegura ser su hijo; ante la desconfianza del anciano noble, el joven, que hasta la reciente muerte de su madre a manos del tirano moro había creído ser hijo de éste y había luchado contra los cristianos, promete probar su filiación y, cubriéndose el rostro con un antifaz para no ser reconocido por moros ni cristianos como su anterior aliado o enemigo, emprende una implacable lucha contra el «invasor sarraceno» para reparar sus faltas pasadas y vengar la muerte de su madre. Comienzan así las andanzas de El Guerrero del An­tifaz, que se prolongarán durante 22 años de guerras y com­bates continuados, en los que conocerá a Fernando, su inse­parable escudero, y se enamorará de Ana María, la heredera del vecino Conde de Torres, con quien contraerá matrimonio en el cuaderno número 362.

Toda la serie de El Guerrero del Antifaz se asienta sobre el trípode ideológico inamovible que constituyen los concep­tos de raza, religión y patria. Los tres se conjugan hábil­mente hasta casi confundirse para fundamentar una especial concepción de la Reconquista española.

Sólo el español descendiente de las estirpes hispanorro­manas o hispanovisigodas, el auténtico español cristiano, tie­ne derecho a ocupar el territorio peninsular, y sobre esta base se esbozan los esquemas simplistas de las luchas entre moros y cristianos en las que únicamente estos últimos tienen razón, son buenos y consiguientemente Dios y el apóstol Santiago han de proporcionarles el triunfo. El territorio es­pañol es, por derecho, de los cristianos y a ellos les corres­ponde en exclusiva el nombre de españoles; los musulmanes son el «invasor sarraceno», aunque en tiempo de los Reyes Católicos llevaran ocho siglos de aposentamiento en parte de la Península y los oponentes de «El Guerrero del Antifaz» hu­bieran nacido y vivido en ella, al igual que sus antepasados, sin conocer patria otra alguna. El invasor, pues, ha de ser expulsado a cualquier precio, y ello justifica toda violencia y toda agresión; agresión que, por otra parte, se convertirá en una guerra santa, en una auténtica Cruzada, al ir dirigida contra el infiel, contra el mahometano, enemigo del cristianis­mo por el hecho de no ser cristiano. La Iglesia, por eso, ben­dice esta agresión ofensiva que propiciará su extensión terri­torial. El moro, o mejor el musulmán, por su propia natura­leza, es esencialmente un enemigo, es malvado y hay que eliminarlo para que no contamine a la sociedad cristiana. A ve­ces, sin embargo, algún moro mahometano puede convertirse al cristianismo, e incluso sin ello puede llegar a aliarse a «El Guerrero del Antifaz», y en tales casos se disculpa su raza y su religión porque su bondad y su nobleza (cuya posibili­dad se admite sólo en estas ocasiones) pueden ser útiles a los intereses personales del héroe.

Este planteamiento simplista y maniqueo no hace, en con­tra de lo que a primera vista pudiera parecer, sino complicar la historia y poner al descubierto sus enormes contradicciones y su contundente falsedad. «Alí-Kan», el más grande de los malvados de la saga, ha mantenido viva durante veinte años a la madre de «El Guerrero», a la que además ha con­vertido en su favorita con lo que ello comporta (y de ahí el asombro e incredulidad del «Conde de Roca», que quiere creer ingenuamente que en esos años el honor de su esposa no ha sido mancillado), pero al fin puede más su maldad que su amor y la asesina cruelmente sólo porque revela al hijo su auténtica filiación; y al propio héroe, hijo adoptivo del villano, le ha proporcionado una envidiable situación que trueca en un odio irrefrenable por el mismo fútil motivo. «El Guerrero», dotado de unas virtudes incorruptibles y de un espíritu impoluto, pasa del mismo modo de repente del amor filial que profesaba a quien le crió y educó como hijo suyo, a ese mismo odio visceral (quizá justificable en este caso por la muerte de la madre), y a un inquebrantable afecto y su­misión a su verdadero progenitor a quien ni siquiera conocía.

Más asombroso es todavía el efecto que en el héroe produce el conocimiento del secreto: su cambio de religión es fulmi­nante al igual que su cambio de bando en la contienda sin tener para nada en cuenta sus anteriores vinculaciones espi­rituales y materiales, porque al parecer siente la llamada carismática de la raza, la religión y la patria hasta entonces desconocidas; y es que se ha dado cuenta repentinamente de que es a los cristianos a quienes asiste la razón, son superio­res en todo a sus oponentes y es un orgullo formar parte de su comunidad. Con lo que de hecho «El Guerrero del Antifaz» se ha convertido en un traidor a sus anteriores convicciones y en un renegado.

EL GUERRERO DEL ANTIFAZ. LOS COMICS DEL FRANQUISMO

Ejemplo de la violencia de las portadas a las que alude el artículo. Haz clik y verás la portada original

La superioridad racial de los cristianos desprecia a mu­sulmanes y judíos, que se presentan como razas -muy vincu­ladas a sus respectivas religiones- de menor calidad, tajan­temente separadas de la primera, que constituye la élite de la sociedad medieval. El falseamiento histórico es evidente y pone de manifiesto la total despreocupación del autor por reflejar un mínimo de la realidad social de la época. Las rela­ciones culturales interraciales se ignoran despectivamente, la convivencia material y espiritual, el hecho social de mozára­bes y mudéjares se tiene por inexistente, con lo que se sirve a unos intereses políticos e ideológicos determinados en de­trimento del tan aireado interés pedagógico de las publica­ciones infantiles y juveniles.

Desde otro punto de vista, la saga de El Guerrero del An­tifaz es sustancialmente aventura, pero es sólo una aventura cuyo esquema se repite hasta la saciedad con poquísimas variantes. Es la eterna lucha del bien contra el mal, pero de un bien y un mal especialmente definidos en la forma apun­tada. Es la afrenta del malvado que ha de ser forzosamente lavada con sangre; es el odio y la venganza, y cuando ésta se ha cumplido surge una nueva afrenta que es preciso de nuevo vengar con violencia y así hasta el infinito. Pero esta línea continuada se recubre con muy parecidos ropajes, llegán­dose a una aburrida monotonía a la que contribuye grande­mente la pétrea personalidad del héroe que, como personi­ficación del superhombre, es incapaz de adoptar actitudes hu­manizadas, esclavo siempre de su deber y de su honor a lo largo de su monocorde conducta. La seriedad es quizá la más destacada característica de esta personalidad hasta el punto de que en el transcurso de su prolongado ciclo aventurero es difícil verlo sonreír alguna vez.

El antifaz se utiliza por el héroe como un símbolo feti­chista con finalidad opuesta a la del propio objeto. En El Guerrero del Antifaz la máscara subraya la identidad, la real­za distinguiéndolo de quienes le rodean y colocándole a un nivel mítico superior. Todos saben quién se oculta tras el antifaz y precisamente ello hace más notoria su presencia imponiendo su calidad de superhombre. Aproximadamente mediada su andadura, «El Guerrero del Antifaz» contrae matrimonio, con su amada «Ana María» y es rehabilitado por los Reyes Católicos; sólo en tan solemne ocasión descubre su rostro. Éste podría muy bien ser el fin de la historia, pero no es así; la saga continúa. Sin embargo nos hallamos ya en 1958 y la renovación temática se impone ante la avalancha de nuevos cuadernos de aventuras que com­piten en el mercado con los de El Guerrero del Antifaz. La variedad y movilidad de las hazañas de su más inmediato rival, El Capitán Trueno, hace que a partir de ahora «El Gue­rrero» abandone frecuentemente el suelo patrio y haya de combatir con negros, pigmeos, vikingos, egipcios, tártaros, hindúes, amazonas, chinos e incluso indios americanos, cuya participación en la historia corresponde a la que hasta en­tonces soportaban en exclusiva los musulmanes. Siguen los raptos como provocación fundamental, de los que ya no sólo es objeto «Ana María» sino también su hijo «Adolfito» y su doncella «Sarita» que se convierte pronto en la dama del fiel «Fernando».

A pesar de todo, e incluso después del matrimonio, el amor de los protagonistas es un amor a distancia, un amor sometido a crueles represiones siguiendo la línea ortodoxa del nacionalcatolicismo, amor fallido que se ve compensado por la amistad que desde el principio une a «El Guerrero» con su adolescente escudero, de quien, por el contrario, sos­pechosamente no se separa un solo momento. Y ello, al igual que sus vinculaciones a otros personajes masculinos, poten­cia su virilidad, la cual, en contra de lo que hoy pudiera parecer, tiene también cabal traducción en el desprecio por las mujeres distintas de la amada. La mujer y sus continuos y empecinados raptos es lo que pone en movimiento el ardor combativo del héroe, pero su eterna enamorada merece una fidelidad acorde con la honestidad de «El Guerrero» que siem­pre logra sustraerse al hechizo de otras mujeres más atrac­tivas y más normales eróticamente que aquélla. La reacción femenina de las ardientes despreciadas es la misma en todos los casos: de rabia en las musulmanas, de resignación, como corresponde, en las cristianas.

La saga de El Guerrero del Antifaz, preocupada únicamen­te por relatar las hazañas del héroe, rezuma individualismo y no ofrece, como ya se ha dicho, ni siquiera un leve reflejo de la sociedad de aquel tiempo en la que en definitiva se desa­rrolla ese individualismo. Se sabe solamente que «El Guerre­ro» pertenece a la nobleza de la sangre y que todos sus ami­gos son aristócratas. Las restantes clases sociales no atraen en absoluto la atención del autor, le son totalmente descono­cidas porque eran las clases altas quienes tenían a su cargo la defensa del país, la dirección de la guerra a que se dedica toda la trama, aunque otras clases sociales hubieran de so­portarla más directamente. La situación del pueblo, la opre­sión feudal, tampoco interesaba que fuera aireada ante un público que, buscando la evasión de los innumerables pro­blemas cotidianos propios de una larga posguerra, podría con­cienciarse de su propia situación comparándola con la de los siervos medievales.

Puede pues concluirse que la historia de El Guerrero del Antifaz traspone a la Edad Media todos los ideales del nuevo régimen franquista por ser esta época la que ideológicamente menos se aleja del mismo. Puede afirmarse sin error que dicha historia es un resumen de las directrices conceptuales ideali­zadas por el franquismo, con un valor propagandístico, por indirecto, muy superior al de aquellas publicaciones oficiales que quisieron, sin demasiado éxito, adoctrinar a los jóvenes de posguerra.

Es indudable que Manuel Gago, creador de El Guerrero del Antifaz, no pretendió con su héroe hacer una descarada apología de las ideas del fascismo franquista, sino que, al contrario, se vio apresado en ellas. Si evidentemente le es atribuible su ambientación argumental en la época adecuada y la utilización desde el inicio de unos principios tradicionales que eran más o menos las del derechismo conservador de todos los tiempos, el resto, los detalles, le fueron impuestos por los condicionamientos sociales que le obligaban a una temerosa autocensura e incluso, sobre todo a partir de 1963, a oír las recomendaciones de la censura oficial.

Sería interesante averiguar las motivaciones que condu­jeron a esta serie al éxito multitudinario que obtuvo. Es co­nocida la dificultad que generalmente se presenta para descu­brir las razones que inducen a la sociedad de masas a aceptar unos productos y rechazar otros a veces de superior cali­dad. En el caso de El Guerrero del Antifaz no es posible atri­buir su éxito a la inicial falta de competencia en el mercado de productos similares, pues este factor dejó pronto de ac­tuar sin que por ello se eclipsara la fama de aquél. Las raíces de su continuada aceptación hay que buscarlas más profun­damente y quizá pudieran hallarse, por una parte, en la admiración incondicional de su público por el protagonista -revestido de todos los ingredientes de grandeza adecuados para captar a las gentes sencillas-, derivada de su identifi­cación con el joven escudero, identificación tanto más alcan­zable por cuanto es éste el único personaje de la historia que no pertenece a las altas capas de la sociedad. Por otra parte, se trata de un comic marcadamente popular sin pretensión artística ni trascendente alguna, y ello, unido al distancia­miento temporal, hace que sea más fácilmente asimilado por todos, cualquiera que sea su nivel cultural. Finalmente, la encarnizada violencia que destila toda la serie actúa como una válvula de escape para el lector que vive en una época donde al menos una clase de violencia es ensalzada y en una sociedad de represión violenta, y sin duda la violencia de los tebeos satisface a los más belicosos sin trascender a la rea­lidad. Es curioso que las 668 portadas de los cuadernos de El Guerrero del Antifaz reproducen escenas de violencia, me­nos acusadas, a causa de la censura, a partir de 1963.

Hoy día se hace muy difícil, por plúmbea y agotadora, una lectura continuada de toda la saga de El Guerrero del Anti­faz, lo que indudablemente puede servir de elemento indicador de su valor artístico, aunque no le reste trascendencia desde el punto de vista sociológico.



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