EL GUERRERO DEL ANTIFAZ

EL GUERRERO DEL ANTIFAZ

El Guerrero del Antifaz entre moros y cristianos

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No puedo por menos de copiar en esta página el texto escrito por Luis Alberto de Cuenca para el Tomo II de la colección que celebró el cincuentenario de El Guerrero del Antifaz publicado por el Club Vallisoletano de Amigos del Tebeo, en 1995. Se trata de una introducción a la obra de Manuel Gago, El guerrero del Antifaz y como lo que allí se dice concuerda plenamente con mi sentir y pensar acerca del mismo tema, lo reproduzco para darlo a conocer a los interesados que se acerquen a esta página. Es una excelente introducción que merece todos los honores.

LA MASCARA DE UN MITO

Por Luis Alberto de Cuenca

Ana María

Alí Kan

En 1944, concretamente el 28 de octubre de ese año, se publicó el primer cuaderno de El Guerrero del Antifaz, el tebeo español más famoso de todos los tiempos. Su autor, el entonces jovencísimo Manuel Gago (1925-1980), había dibujado un año antes, en 1943, los dos primeros cuadernos de la serie, por lo que ha habido sus equívocos a la hora de celebrar el cincuentenario de la misma. Los trabajos de los infatigables Luis conde y Fernando Bernabón han contribuido a fijar la fecha de una vez por todas.

Manuel Gago, creador de El Guerrero del Antifaz, declaró en múltiples ocasiones que su inmortal personaje está inspirado en una novela de Rafael Pérez y Pérez, Los cien caballeros de Isabel la Católica, publicada originariamente por Editorial Juventud, de Barcelona, en 1934. He leído recientemente esta novela, y me ha sorprendido la inteligente urdidumbre de su trama, los preciosos diálogos y el trazo firme, sabio y decidido con que están diseñados sus personajes. De la antroponimia utilizada en Los cien caballeros..., Gago sólo traslada al tebeo, que yo recuerde ahora, el nombre del moro Mozhafí, uno de los pretendientes de la bellísima Zoraida, que aparece en la saga entre los cuadernos 46 y 90. En el terreno del dibujo, Manuel Gago, su creador, es un espléndido coonaisseur del cómic estadounidense de la Edad de Oro, en especial de Alex Raymond, de cuyo Flash Gordon (creado en 1934) llegará a copiar algunas viñetas. También le influye Emilio Freixas.

Ya en el primer cuaderno de la serie se localiza la acción en un tiempo, en un espacio. Nos hallamos en algún punto del Levante español, entre Alicante y Almería. Fernando e Isabel o viceversa, reyes Católicos por antonomasia, rigen los destinos de una España recién fundada. Gago nos informa pormenorizadamente de los orígenes del protagonista, que, antes de convertirse en Guerrero del Antifaz, se llamaba Adolfo y era hijo del conde de roca. Una página de viñetas liquida dieciocho años de la vida del "león cristiano". Quedan 667 cuadernos para el apresurado punto final de la colección. Acompaña al héroe un rubio y temerario adolescente a quien el pérfido antagonista, Alí Kan, privó de hermana y padres. Su nombre es Fernando. Aparecerá en el cuaderno número 23para no abandonarnos ya en lo sucesivo. Algunos críticos se empeñan en hacer de él una especia de amante de su señor. No, no se trata de eso. No es tan simple el problema que podamos reducirlo a un tipo de relación, la homosexual, tipificada a gusto y morbo del intérprete. Subyace una estructura tradicional, un vasto complejo tópico afincado en lo más hondo de una concepción literaria, según la cual en todo libro de caballerías tiene que haber un escudero.

Ella es Ana María, condesa de Torres, una morena virginal que peina su cabello en tirabuzones. A su lado, Sarita, especie de sirvienta, damisela de tocador y confidente al mismo tiempo, corresponde en el sistema de relaciones amorosas al joven Fernando.

Sarita sale por primera vez en el cuaderno núm. 50, en el que aparece salvajemente flagelada por su padre, un renegado con propios visos de amabilidad. El rectángulo ofrece una homogeneidad poco común. Sólo un tercero en este esquema de parejas: se trata de don Luis, conde de los Picos, dotado de larguísimas melenas, adorador incondicional de Ana María y pretendiente favorito por el padre de ésta. Su firme amistad con el Guerrero y una admirable voluntad de perdedor harán de él uno de los personajes más simpáticos, y más grises, de la colección.

El antihéroe de la saga, y unos de los personajes mejor tratados de la historia, es el sarraceno Alí Kan, supuesto padre del Enmascarado (raptó a la condesa de Roca cuando ésta llevaba en sus entrañas a Adolfito). Su retrato reúne los perfiles menos recomendables. En el cuaderno número 300 se convierte a la fe de Cristo, reapareciendo más tarde despojado de buenas intenciones y dispuesto a cobrarse en el infiel con creces el tiempo perdido en estúpidas conversiones. Gago no desnuda a nuestro maléfico antagonista de alguna astucia -"industrias", dirían los barrocos-, pero esa astucia está dirigida, sin ninguna excepción, hacia el Mal. Alí Kan es, pues, un personaje desprovisto de realidad, tan ideal como el propio héroe rasgo común a todas las materias épicas conocidas. Alí Kan es un ser perverso capaz de fascinar a cualquiera. ¿Qué lector adolescente no quiso alguna vez ser Alí Kan al repasar sus tropelías? Por lo menos en él podía percibirse, perpetuamente viva, la llama del deseo.

Adolfo de roca, por su parte, es una de esas rarae avis inasequible a la infidelidad amorosa; su apellido parece el símbolo de su corazón. La persecución de Zoraida, los asedios incontrolados de Aixa o la Mujer Pirata, el tierno amor de Beatriz, encuentran en él la más decidida de las murallas. Ni el más mínimo desliz, ni la menor aceptación erótica en el purísimo y estríctamente monógamo sentir de nuestro héroe. Su matrimonio con Ana María (cuaderno número 362) legalizará su actitud ante la dama, encontrando al fin su merecido descanso, apenas turbado poco después por un incendio pavoroso en el castillo y la continuación, la semana siguiente, de la serie con la mera adición del epígrafe "Nuevas Aventuras".

María Montez e Yvonne de Carlo tienen mucho que ver con las guapísimas agarenas que pasean sus espléndidas figuras por las viñetas de la saga. Si el exotismo arabizante de Hollywod desviste generosamente a María y a Yvonne en la pantalla, en España -con permiso de la censura- Manuel Gago dibuja borrascosos harenes reprimidos por el látigo de un eunuco gordísimo con ribetes de sádico avant la lettre, hace bailar semidesnuda a Zahara sobre carbones ardiendo, o encadena a preciosas y frágiles favoritas de reyezuelos en poco acogedores salones de tortura. Todo como en las ilustraciones de Virgil Finlay o de Margaret Brundage para la revista Weird Tales.

La sociedad que asoma en la epopeya o en el roman caballeresco es una sociedad sin burgueses, sin mercachifles, sin problemas sociales. El paisaje es un sueño de batallas o de bosques poblados por gigantes y enanos, con soberbios castillos a lo lejos. Las ciudades distan mucho de ser estas cámaras de gas letal que hoy habitamos. No hay armas de fuego que maten a distancia, ni sabuesos de bata blanca que practiquen el psicoanálisis. ¿Participaba España de esta novela heroica en la misma medida que las demás naciones europeas? Muy duro fue el Medioevo en los diversos reinos que prefiguraban el estado español. La fuente que no siempre mana, la tierra quemada para dañar al adversario, una fe ciega y un contraste feroz de pareceres religiosos, fundado en la distinción étcnica y cultural de los pueblos que habitaban la Península, convierten nuestra épica autóctona en museo de historia natural más que en pinacoteca celeste. Así estaban las cosas en la Edad Media.

Mucho tiempo después, en el siglo XX, tras el horror de la guerra Civil y la propia coyuntura cultural de los primeros años de posquerra, los adolescentes españoles de los años cuarenta necesitaban un héroe propio que les hiciera olvidar con sus hazañas el dolor de la historia verdadera. Conservando los rasgos del héroe "histórico" inventado por los grandes folletines del XIX (Dumas, Féval, Fernández y González), apareció El Guerrero del Antifaz, la eterna ficción del caballero invencible, tocado ahora por la varita mágica de la españolidad. Si Astérix representa el gaullismo en su cenit de los sesenta, El Guerrero del Antifaz supone una necesidad de nuestro medio social en la década de los cuarenta, sin dejar de ser lo que todas las ficciones heróicas, a saber, una piedra en la gran pirámide de la epopeya, universal en el espacio -qué importa samurai o caballero de la Tabla Redonda- y en el tiempo .qué más da Gilgamesh, rolando, Beowulf o Brick Bradford-, condiciendo un simple tebeo al Walhalla de la mejor literatura.

Así, el tebeo cuyo cincuentenario acabamos de celebrar nace en 1944 para alivio de excombatientes; crece tímidamente -sus personajes, sus aventuras-, enloqueciéndonos al tomar confianza su endiablada trama, como en las Efesíacas, como en la saga bizantina de Diyenís Acritas, como en el Manuscrito encontrado en Zarazoza; se reproduce, pleno de madures y vigor, en cien mil raptos y naumaquias, viajes maravillosos, princesas blancas acosadas por viles sarracenos o mongoles idólatras, amistad masculina elevada la dominio de la mística -como en las películas de Howard Hawks-, patria, razón y sinrazón, extrañas bestias asesinas, tormentos refinados, etc,; y muere, al fin, veintidós años más tarde (aunque llevaba ya bastante tiempo en el pabellón de los desahuciados). El Guerrero del Antifaz no volverá, pues, a derrochar coraje por el mito español subcultural de la posguerra. Hoy tan sólo es un síntoma "histórico", otro más que añadir a la larga lista de afecciones tribales que nos aquejan. Pero debajo de su máscara, lo mismo que debajo de la bacía de don Quijote, brillas los ojos limpios, generosos, del héroe. La epopeya -hoy, ayer, siempre- es inmortal.

Luis Alberto de Cuenca
Madrid, 21 de enero de 1995.



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